Paso mi dedo por tu boca y dibujo en ella una sonrisa. Desabrocho tus botas despacio; tú inicias una tímida protesta, que tus ganas y yo ahogamos dulcemente. Tiemblas como un pajarito cojo entre mis manos: quién lo diría, a tu edad, tan asustada. Un pudor extraño te hace ocultar el cuerpo que me estás entregando; pero la barrera no es tan sólida como quieres creer. Y no soy yo quien la derriba: la temperatura sube en la caldera de tu pecho hasta que la presión te revienta y estallas y te desbordas y te derramas incontenible.
De pronto recuerdas lo que está pasando, vuelve el pudor e intentas cubrir con tus manos de dedos largos eso que ya conozco, que he memorizado y que ya es mío sin dejar de ser tuyo.
Entonces te recorro sin prisas: exploro cada pliegue de tu cuerpo leve y pálido; descubro cosquillas en rincones inverosímiles; y, mientras, te voy susurrando esas palabras que, durante demasiado tiempo, es lo único que hemos tenido el uno del otro. Y en las palabras nos reconocemos y nos estremecemos más incluso que en las formas de la piel.
Con la de gente que, antes de nosotros, habrá pasado por esta vieja habitación de hostal, nosotros la estamos estrenando. Nadie la ha visto jamás como en realidad es, un hogar luminoso y acogedor que tú y yo acabamos de fundar sobre la colcha amarilla.
Pero tú has de regresar. Nos vestimos, salimos del hostal, atravesamos la noche. Recorremos abrazados calles recién regadas, como en una canción de Sabina. Y en no sé qué momento hemos perdido en alguna parte esa laboriosa colección de desengaños y fracasos a la que llamamos experiencia, y creemos como chiquillos en el amor y en la vida y en todos los tópicos que se nos vienen a la mente, que para nosotros son novedades que brotan del centro de la madrugada.
“Los adolescentes no saben tener quince años” dices riendo entre besos. Y es cierto. Para tener quince años hay que haber cumplido, como mínimo, treinta y cinco o cuarenta. Los quinceañeros actúan como lo hacen porque no tienen otro remedio, porque el instinto y la ley implacable de la vida les empujan con impaciencia. Pero hace falta tener el alma surcada de cicatrices para ser plenamente consciente de que esta ceguera hay que vivirla con los ojos muy abiertos, de que hay que apurar hasta el fondo cada uno de estos instantes de estupidez transitoria.
Antes de que subas al autobús te doy un último beso y te susurro al oído “dulces sueños”. La señora mayor que va delante debe de haberme oído, porque se vuelve y te dedica una sonrisa cómplice. Posiblemente, a ella la vida también le ha enseñado a tener quince años…
Antonio J. Sánchez ©
Y Nos Dieron Las Diez – Joaquín Sabina
Biografía de Antonio J.Sánchez
Antonio J. Sánchez (1971), es técnico en administración y finanzas. En Sevilla nació y ha vivido gran parte de su vida, hasta que el trabajo y una mujer le llevaron a Madrid, donde trabaja como contable desde 2009. Suele decir, como Borges, que el acontecimiento fundamental de su vida ha sido la biblioteca de su padre.
Hay poemas suyos diseminados por revistas (Groenlandia, Saigón, Aldaba, etc.) y antologías (De la Voz Invisible, Versos para Derribar Muros, Plumier de Versos V, Verso Libro…). Ha obtenido algunas distinciones: Finalista en el Concurso de Relatos Al Pie de la Giralda 2002, Premio de Poesía Saigón 2008, Accésit en el Certamen de Ensayo Alenarte 2009, Finalista en el Certamen Plumier de Versos 2009. Ha publicado la plaquette Donde nadie oye mi voz (Lautaro Edit., 2011), y los poemarios Balance de Situación (Guadalturia, 2011) y Leyenda Urbana (Origami, 2012). Como buen poeta, le lee lo que ha escrito a quien hay cerca siempre que tiene ocasión.
2 comentarios
Como en el relato hay que llegar a cumplir unos años para darnos cuenta de que el amor, el sexo y la vida sólo se viven plenamente cuando crees poder parar el tiempo y saborear con deleite todo lo que creemos olvidado.
Muy chulo y la canción de Sabina le viene de perlas.